Adrián Yunes
El elixir, el remedio. El que algunos toman para disfrutar, el que otros toman para olvidar. Botellas de gloria selladas al vació. Acompañantes eternos de la soledad, amigos incondicionales a la hora de llorar.
Sostengo el vaso con una mano, y con la otra solo me apoyo. Miro el horizonte como si algo estuviera oculto. Repito los mismos hábitos de mi padre. No el de beber gracias a Dios, habito que él consideró irremediablemente desagradable toda su vida. Hablo de el de mirar. Horas y horas transcurrían y el no separaba la vista de ese pequeño trozo de mundo que ofrece la ventana de la sala.
“El muro de los lamentos” lo apodo un amigo, y yo creo que si lo era. Y es que de no ser así, que carajo hacia postrado en el todos los días. Me le acerco y le pregunto ¿Qué haces pa? “nada… viendo, pienso… ¿que haces tu?” y hasta ahí me permitía ir con las preguntas.
Me encuentro solo. Las cuatro de la mañana y no logro cambiar la odiosa rutina de estar despierto hasta tarde. Veo tele, y pocas cosas llaman mi atención. De un salto llego a la computadora. Y esos murciélagos que se, no pueden dormir como yo, se han antojado de no acompañarme para esta velada. Reviso mi teléfono, ni mensajes ni llamadas. Tony, mi hermano, esta vuelta y vuelta en el mismo sillón que me ha abrazado al dormir tantas veces cuando quiero cambiar la rutina de mi cama. Parece tener un mal sueño. Aunque lo dudo, tiene la virtud de no arrepentirse de lo que hace, de pensar poco las cosas y de preguntar mucho y terminar haciendo lo que quiere. De ahí vienen las pesadillas ¿no?. Al no hacer lo que uno quiere.
Ese sonido irritante del teléfono. Un “bip” que si acaso se escucha. Pero que se vuelve tan irritante a medida que se repite, y que parece un grito de auxilio. Derecho a mí cuarto para ahogar el antojo de mi celular. Conecto al toma corriente y al levantar la vista ahí la veo. Vestida de rojo. Tentadora, pide menos distancia y se lo concedo. Detallo su estilo, y de alguna forma comparo su color al del demonio. Como un niño con un juguete entre sus manos, sonrío. Ha llegado la hora de probar la efectividad del plan que ha rondado mi cabeza las últimas semanas. Fluye por mi cuerpo que de seguro me relajaras.
Tentando a la suerte imito a alguien habilidoso con las manos y justo antes de ponerla sobre la mesa, giro su tapa y un sonido rompe el silencio. Como si alguien tronara sus dedos, cual pianista apunto de iniciar una tonada. Lleno mi vaso de hielo hasta el tope. Mitad Whisky mitad agua. Me dirijo al mismo sitio donde se cruzaron nuestras miradas y la guardo en su caja. Nadie sabrá que he robado un poco de allí, y a nadie debería de importar ya que es mía. Pero con padres tan juiciosos a veces es preferible tomarse la delicadeza.
Abro las ventanas que permanecían ya cerradas por el día de hoy. Y me apoyo de la misma forma en que lo ha hecho mi padre durante todos estos años. Miro mi trago, le doy un sorbo, el primer sorbo. Y todo mi cuerpo se extraña de sentirlo. No es una práctica acostumbrada de mi parte. Las rejas me impiden ver todo el cuadro, pero eso no importa. Mi cuerpo libre de tensiones me pide ahora un descanso espiritual. Termino lo que queda de él, cierro ese pasadizo al exterior que tiene mi sala. Y ahora si. Creo que podré dormir. No quiero repetir lo que he hecho esta noche. Pues puedo acostumbrarme fácilmente a ello. Esperare a que este me relaje hasta en los sueños.
Sostengo el vaso con una mano, y con la otra solo me apoyo. Miro el horizonte como si algo estuviera oculto. Repito los mismos hábitos de mi padre. No el de beber gracias a Dios, habito que él consideró irremediablemente desagradable toda su vida. Hablo de el de mirar. Horas y horas transcurrían y el no separaba la vista de ese pequeño trozo de mundo que ofrece la ventana de la sala.
“El muro de los lamentos” lo apodo un amigo, y yo creo que si lo era. Y es que de no ser así, que carajo hacia postrado en el todos los días. Me le acerco y le pregunto ¿Qué haces pa? “nada… viendo, pienso… ¿que haces tu?” y hasta ahí me permitía ir con las preguntas.
Me encuentro solo. Las cuatro de la mañana y no logro cambiar la odiosa rutina de estar despierto hasta tarde. Veo tele, y pocas cosas llaman mi atención. De un salto llego a la computadora. Y esos murciélagos que se, no pueden dormir como yo, se han antojado de no acompañarme para esta velada. Reviso mi teléfono, ni mensajes ni llamadas. Tony, mi hermano, esta vuelta y vuelta en el mismo sillón que me ha abrazado al dormir tantas veces cuando quiero cambiar la rutina de mi cama. Parece tener un mal sueño. Aunque lo dudo, tiene la virtud de no arrepentirse de lo que hace, de pensar poco las cosas y de preguntar mucho y terminar haciendo lo que quiere. De ahí vienen las pesadillas ¿no?. Al no hacer lo que uno quiere.
Ese sonido irritante del teléfono. Un “bip” que si acaso se escucha. Pero que se vuelve tan irritante a medida que se repite, y que parece un grito de auxilio. Derecho a mí cuarto para ahogar el antojo de mi celular. Conecto al toma corriente y al levantar la vista ahí la veo. Vestida de rojo. Tentadora, pide menos distancia y se lo concedo. Detallo su estilo, y de alguna forma comparo su color al del demonio. Como un niño con un juguete entre sus manos, sonrío. Ha llegado la hora de probar la efectividad del plan que ha rondado mi cabeza las últimas semanas. Fluye por mi cuerpo que de seguro me relajaras.
Tentando a la suerte imito a alguien habilidoso con las manos y justo antes de ponerla sobre la mesa, giro su tapa y un sonido rompe el silencio. Como si alguien tronara sus dedos, cual pianista apunto de iniciar una tonada. Lleno mi vaso de hielo hasta el tope. Mitad Whisky mitad agua. Me dirijo al mismo sitio donde se cruzaron nuestras miradas y la guardo en su caja. Nadie sabrá que he robado un poco de allí, y a nadie debería de importar ya que es mía. Pero con padres tan juiciosos a veces es preferible tomarse la delicadeza.
Abro las ventanas que permanecían ya cerradas por el día de hoy. Y me apoyo de la misma forma en que lo ha hecho mi padre durante todos estos años. Miro mi trago, le doy un sorbo, el primer sorbo. Y todo mi cuerpo se extraña de sentirlo. No es una práctica acostumbrada de mi parte. Las rejas me impiden ver todo el cuadro, pero eso no importa. Mi cuerpo libre de tensiones me pide ahora un descanso espiritual. Termino lo que queda de él, cierro ese pasadizo al exterior que tiene mi sala. Y ahora si. Creo que podré dormir. No quiero repetir lo que he hecho esta noche. Pues puedo acostumbrarme fácilmente a ello. Esperare a que este me relaje hasta en los sueños.
1 comentario:
Qué rico un sorbo justo antes de ir a la cama. Escocés o de viñedo, tinto o blanco, ha resultado ser una buena manera de despedir el día no? LO CERTIFICO! y SAlud! =)
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